Domingos perdidos

Es domingo a la tarde y sin embargo, hay muchos hombres en la calle. Tienen el ceño fruncido y visten de civil. Algunos intentan hacer cosas de padres: caminar al lado del trencito feliz de la plaza mientras el niño saluda abrazado a Pluto; empujar una hamaca chillona; y hasta devolver con una lágrima en los ojos, la pelota desinflada que el borrego les patea. Andan como bola sin manija. Se los ha visto mirando artesanías en ferias jipi; subiendo la escalera mecánica de algún shopping caluroso; en la cola de un cine donde pasan “A Roma con amor”, “Elefante blanco”, da lo mismo. Se dejan llevar por planes ajenos que los distraigan hasta que ya no sea necesario tachar días en el almanaque. Y se les nota. Son fáciles de identificar.

Esperan aunque sea al 27, con el gusto amargo de saber que no clasificamos. Esta vez, los Juegos son, desde la inauguración, como un mundial que continúa cuando ya nos volvimos a casa. No sirven para nada. No importa que corra el hombre más veloz del mundo. No alcanza con que vaya Ginobili con su sueño dorado; que se despida Lucha; que la jabalina de Toledo sea la más larga.

Si pudieran, dormirían todos los domingos completos hasta el próximo campeonato.

Para la mayoría de las minas, es el paraíso. Para las que no tenemos hijos, porque las otras, pobres, tienen que entretener a los pibes y a los maridos. Les buscan cosas para hacer en la casa o los aprovechan para salir y mostrarles el mundo que hay más allá del televisor o el camino a la cancha. No hay caso. No salen de su depresión.

Están como colgados de la palmera pensando en los refuerzos, rezando para que al pibe no lo compren de afuera, porque es un crack, el próximo campeonato la rompe seguro.

Ellos, que dicen que no miran novelas, la siguen a diario y la comentan con amigos: que se va, que se queda, se retira, decide el hijo, la madre, el perro, el técnico lo quiere, pero los directivos no. Hagamos un banderazo para hinchar las pelotas. Hagamos algo para cantar y ponernos la camiseta.

Ay julio, julio. Si estás vacío, llénate.

Por Daniela Giannatasio / Twitter: @abejadan

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