Historias de camisetas

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En las vacaciones de verano se ven más camisetas. Está comprobado. Los hombres extrañan el torneo, se ponen melancólicos y compran. O sacan del ropero esas casacas descoloridas que fueron tendidas al sol durante años, con olor a humedad pero llenas de recuerdos. “Esta es la que usamos en el campeonato del 83, cuando todavía estaba el quinteto del infierno”. “No me olvido más, ésta la usé el día que ganamos con el gordo lesionado en la final del campeonato del barrio del 95”. Esas cosas dicen, ustedes me entienden.

Al haber tanta camiseta dando vueltas y tanta gente por todos lados, las vacaciones son el momento ideal para hacerse amigos en la distancia. Siempre unidos por los colores del club, claro.

Hace poco viajé a Perú y contraté uno de esos paquetes de excursiones con los que nos roban las empresas de turismo (los motivos son parte de otra historia). Durante varios días, un mismo guía me acompañó por todas las ruinas, ruinitas y otros pedacitos de piedras que habían sido parte de la cultura inca. Hasta que una tarde, en medio del pequeño pueblo de Machu Picchu, me lo encontré “de civil” con una camiseta azul y dorada a rayas. La veía conocida, con un escudo conocido y una publicidad de Paladini. Me acerqué y vi el logo creado por el Negro Fontanarrosa: “sos canalla?”, le pregunté tratando de imitar la voz de mi padre.

En la playa esas situaciones son moneda corriente. Se aman y se odian con solo detectarse a lo lejos. Organizan banderazos para mostrar que son más y partiditos a muerte en la arena.

Pero afuera del país, cuando se llega al extremo de la nostalgia y se extraña el dulce de leche, el barrio, la yerba, el fernet, el asado, los alfajores, las mujeres y los amigos, todo se potencia.

El amigo de un amigo de mi primo que vive en España, me contó que una mañana, de pura casualidad y muchos años después de la anécdota, que mientras desayunaba en el pequeño cuartito donde vivía con otros 25 remadores de la vida de distintas partes del mundo, vio por la ventana del hostel, un mancha de un verde furioso desplazarse por la vereda, como en cámara lenta. El amigo de un amigo de mi primo largó la tostada de pan viejo que sostenía y salió a la calle, hipnotizado por el brillo de dos estrellitas sobre el fondo verde loro y se tiró encima de un hombre pelado y de barba blanca, que caminaba con un diario abajo del brazo. “Aguante Ferro, loco”, gritó y se abrazaron largo y tendido.

Hablando de camisetas, me acordé de la nueva: muy linda, violeta, del color de las mujeres!

Por Daniela Giannatasio / Twitter: @abejadan